Moza en la nieve

Este dibujo, que conservan en el salón de mi casa familiar, posiblemente sea el primero en el que decido reconocer el mote juvenil como seudónimo con el que firmar la obra. En aquellos momentos no podía saberlo, pero marca con tinta indeleble lo que será una constante en la manera que tengo de afrontar los trabajos, posiblemente también la vida.

Estaba en los primeros años en la Escuela de Artes Aplicadas de Oviedo, las interminables sesiones de dibujo de modelos clásicos en escayola y modelado en barro de los susodichos empezaba a dar sus frutos, necesitaba imperiosamente dejar de copiar directamente del modelo y pasar a soltarme en el dibujo de memoria. En este trabajo se ve claro ese salto al vacío; la moza está sacada de una revista de moda, posiblemente la conserve en alguna carpeta perdida pues le cogí cariño; el fondo de montañas es imaginado, improvisado sobre la marcha sin miedos ni contemplaciones, con un rotulador de esos de tinta indeleble con punta ancha de felpa.

Recuerdo que fue en un aula en la que podíamos llegar a coincidir ciento y la madre pero estaba solo, era palpable que pirando de otra clase. Al ver luz donde no debería se acercó extrañado uno de mis profesores, el entonces director de la escuela y afamado pintor Bernardo Sanjurjo...
 ¿Qué haces?
 Probando estos rotuladores, pero como improviso aquí me pasé y lo estropeé...
Efectivamente, la roca tras la moza no era más que una mancha completamente negra sin volumen que destrozaba el conjunto, al ponerme ostensiblemente colorado debía de parecer una banderola anarquista azotada por el temporal.
 ¿por qué no recortas un papel con esa forma y lo pegas encima?
 ¿se puede?
 Quién te quita...

Sanjurjo no se prodigaba mucho y no recuerdo muchas más de sus intervenciones, pero me bastó con eso: ¡se podía!